– Despierten… ¡Despierten!
Vamos llegando, ahora viene la famosa historia de los árboles. Veo por el retrovisor cómo mi padre se acomoda en su asiento, abre bien los ojos y esconde una sonrisa.
– Miren a la izquierda. Yo ayudé a plantar aquellos árboles. Tenía quince años y ya trabajaba.
Ocho horas de viaje nocturno y la misma historia era el inicio de unas vacaciones emocionantes, o tal vez no tanto. Calor, mosquitos y los famosos árboles que mi padre plantó en sus años juveniles, eran una extensión de una clase de biología no solicitada.
– ¿Fue difícil, papi? ¿Cuánto tiempo te llevó? ¿Con quién trabajabas?
Preguntaba mi hermana con la emoción de que las respuestas fuesen divertidas. En mi memoria no lo eran. Para él era un hito, tal vez el más grande de su vida antes de que llegasen sus hijos, o no, nunca lo sabré. Escucho ahora en mi conciencia el reclamo de mi madre por ponerlo en duda: “Ustedes eran la luz de su vida”, me afirma tajantemente ella.
– ¿Estás prestando atención?
Mi madre se aseguraba de que mis sentidos estuviesen alerta cada vez que atravesábamos ese tramo del camino. Para ella era importante que no me perdiese la narración como si fuese la primera vez.
Plantar árboles… ¿Qué asombro hay en ello y por qué tengo que escuchar la misma historia a las seis de la mañana, agotada y con mucha hambre? Mi mente pre-adolescente no entendía de empatía ni mucho menos captaba la lección de vida que mi padre quería darnos: No te olvides de tu origen, de tus inicios y del trabajo duro. No fueron sus palabras exactamente, pero son mis reflexiones treinta años después.
Evoco la escena en mi memoria y ahora veo la belleza de estos árboles. Su vaivén tranquilo y armonioso, luchando con parsimonia contra la humedad y robándose el primer sol de la mañana. Es hermoso lo que la naturaleza quiere contarme y cuán agradecida está con mi padre por darle vida. Nunca podrá decírselo, y yo tampoco, porque mi padre murió antes de que sus raíces más sólidas pudiesen aferrarse a la tierra.
Él, mi padre, tenía sueños y una ambición sin norte, lo que tal vez lo llevó a vivir poco. Sus árboles fueron su más grande realización en una etapa de su vida en la que tenía que trabajar para sobrevivir. Cada vez que él veía aquellos árboles recordaba una época dura y sacrificada, que le obligó a forjar una huella en la tierra para que los suyos pudiesen respirar con libertad cuando él ya no estuviera.
Origen, inicios y el trabajo duro. La identidad que creía tallada por mi misma, pero que es en realidad una herencia sembrada cada vez que mi padre nos despertaba para contar su historia de los árboles.
Gracias por leer y nos vemos en la próxima vaina.
Sandra.